"Cuando uno viaja, siente de una manera muy práctica el acto de renacer. Se está frente a situaciones nuevas, el dia pasa más lentamente y la mayoría de las veces no se comprende ni el idioma que hablan las personas. Exactamente como una criatura que acaba de salir del vientre materno. Con esto, se concede muchas más importancia a las cosas que nos rodean, porque de ellas depende nuestra propia supervivencia. Uno pasa a ser más accesible a las personas, porque ellas podrán ayudarnos en situaciones difíciles. Y recibe con gran alegría cualquier pequeño favor de los dioses, como si eso fuese un episodio para ser recordado el resto de la vida.
Al mismo tiempo, como todas estas cosas son para nosotros una novedad, uno ve en ellas solamente lo bello y se siente más feliz por estar vivo..." (Paulo Coelho)

lunes, 26 de marzo de 2012

"Sopa de fideos chinos"

Alguien abre la puerta que se encuentra a mis espaldas. Me giro perezosamente y “Angie” que entra sigilosamente me saluda con una sonrisa. Aun medio dormido miro el reloj solitario que cuelga sobre la pared blanca, las once y cuarto de la mañana. Los ventiladores giran a puro rendimiento, pero a pesar de que estoy medio cuerpo desnudo y las ventanas están abiertas de par en par, tengo la frente y el cuello húmedo por el calor y la humedad tropical. Román “el francés”, duerme bajo mis pies sobre un colchón en el suelo, yo en el sofá a su lado. Angie da vueltas por el piso y yo me incorporo activamente, lo suficiente como para ponerme en pie de un salto. Me cuesta un segundo volver a andar y paso por encima del colchón hacia la pequeña cocina donde doy un trago de agua de la mesa, se nota la falta de los ventiladores que continúan girando a mis espaldas y empiezo a sudar, lo cual, me hace andar despacio hacia el baño donde echo la “meada” mañanera. Angie me pregunta si quiero huevos para desayunar. Ricardo el novio de Angie acepta desde la habitación enredado entre las sábanas, lo saludo, Román también quiere huevos y yo quiero comer algo en la calle, un “arrocito”. Angie se va a comprar los huevos. Me pongo la camiseta de la que recorté las mangas el día anterior y doy un segundo trago al agua, salgo tras ella hacia el patio del edificio donde estamos, esta rodeado de cientos de puertas a diferentes niveles de donde cuelgan pequeños templos y barritas de incienso. El cielo esta nublado y no corre el aire, se oye el tráfico de fondo. Me coloco las “crocs” que se encuentran amontonadas en la puerta de la casa, costumbre asiática, y me acerco a las escaleras. Bajo los cuatro pisos mientras veo algunas señoras asomadas en las puertas que miran al exterior y me siguen fijamente con la mirada sin cambiar de ninguna manera el gesto de su rostro. Llego abajo del todo y directamente salgo a la calle donde una pequeña brisa casi imperceptible me acaricia el cuerpo como el mejor regalo del día. Cinco metros a la izquierda está este “garaje” lleno de mesas y sillas de plástico donde pequeños grupos de etnia china se sientan cerca de las grandes aperturas de persianas corredizas mirando hacia la carretera contigua. Yo rodeo la estructura y paso junto a los pequeños puestos parecidos a los típicos carritos de las “castañeras” en España donde todos parecen vender lo mismo, si no fuera por las diferentes ollas humeantes y los paquetes de “noodles” de colores que tienen colocados tras la cristalera del mostrador parecerían que están cerrados. Un anciano agachado limpia con una manguera los “bowls” y platos de plástico en una palangana sobre el suelo, me acerco al último carrito y dos carteles ofrecen cuatro variedades escritas en chino que no entiendo pero reconozco por los precios. Le pregunto a la señora si está abierto, se lo pregunto dos veces: “Is open?”. No me entiende y con un gesto: dirigiendo la punta de los dedos hacia la boca y un ruido que no creo que fuera una palabra, entiendo que me responde que si quiero comer, a lo que respondo afirmativamente. Me señala los letreros en chino y yo le apunto con mi dedo a los símbolos que dicen 2.70 RM. “No meat” (“sin carne”), le digo. Seguidamente se gira y yo me adentro sin decir nada más en el garaje mientras otro anciano que parece ser su marido se acerca a pasos cortos de otra de las mesas. Me siento a sus espaldas sintiendo desde hace un rato que soy el centro de atención y el único extranjero del lugar. Al fondo un grupo de ancianas chinas me señalan sin pudor mientras las demás asienten mirándome fijamente como si habría echo algo malo, yo les saludo sin ninguna respuesta y pronto vuelven a su conversación en la cual la señora que me señalaba parece tener la palabra. El garaje abierto de par en par esta cubierto de ventiladores que hacen su trabajo haciendo la atmósfera más placentera. La pareja de ancianos que se mueven sincronizadamente en un espacio de un metro parecen bailar con movimientos suaves mientras echan en un “bowl” un agua grisácea con un enorme cazo de una de las ollas humantes, el hombre espolvorea la sopa con distintas especias que coloca cautelosamente sobre una cucharilla. Me levanto y me acerco a la caja registradora que está encajada en la pared contraria. De manera contigua otro puesto donde hacen las bebidas esta lleno de cajas apiladas y vasos medio vacíos con líquidos de todos los colores sobre una superficie metálica donde diferentes bolsas de extraño contenidos cubren casi todo. La mujer que ya me conoce de los días anteriores me sonríe y le pido un té: “Tetarí”, y ella me responde con un brusco gesto con la cabeza típico de la sumisión de los chinos a modo de respeto y un sonido que suena como: “¡Jah! Vuelvo a mi mesa y el anciano me trae sonriente en “bowl” de color azul con unos palillos, una cuchara y un pequeño recipiente con guindillas y salsa de soja. Como de alguna manera esperaba el plato que había pedido sin carne llevaba unas esponjosas bolas de lo que parecía pollo y carne picada flotando sobre una sopa de fideos especiada, pero que decirle a esa enorme sonrisa que me saluda orgulloso con un cabezazo al aire y se va sin decir nada dando pasitos hacia su mujer que le espera echando otro cazo de agua grisácea en otro de los “bowls”. La mujer de la caja registradora me trae el té que se ha derramado sobre el plato y lo pone junto a la sopa, me tira otro cabezazo y se da la vuelta. Cuando se aleja me fijo a que su cuerpo pertenece al de una quinceañera en proceso de desarrollo y su cara es el de una mujer de cincuenta años, siempre lleva la boca abierta del tamaño del agujero de una bala con unos pequeños ojos escondidos tras las gafas que parecen más grandes que la totalidad del conjunto… seguidamente cuando remuevo la sopa para que se enfríe viene Angie con una bolsa llena de huevos y me explica que la quisieron engañar con el precio pero al final los pudo comprar al precio real. La invito a un té pero ella prefiere subir a cocinar. Allí me quedo solo dando vueltas a la sopa y observo a un treintañero que lee el periódico a mi lado mientras absorbe otros fideos sin dejar de leer algo que parece ser increíblemente interesante. Las señoras vuelven a hablar de mí y más adelante una pareja de indios me sonríe y me saludan con la cabeza sin darme mucha importancia. Me fijo que el techo también está cubierto de farolillos rojos-chinos que bailan con los ventiladores que tiene el símbolo de la marca “Red-bull” que parece no conocer de fronteras. Dirijo la mirada a la calle mientras con la derecha sujeto los palillos y con la izquierda hundo la cuchara en el líquido grisáceo mientras coloco sobre ella unos fideos chinos acompañado de dos pedacitos de guindilla y un trozo de bola de carne. Soplo y me lo meto en la boca, y está buenísimo, el placer de desayunar en Asia. En la calle que es más una carretera, el tráfico está tranquilo pero siempre en movimiento. Una moto en la que van un padre y dos niños al frente gira hacia su derecha con cuatro bombonas de gas sobre una caja metálica a su espalda. Un perro callejero que parece más muerto que vivo está parado en medio de la carretera tranquilamente como si fuera el lugar perfecto para descansar, los vehículos lo sortean como pueden en ambas direcciones sin darle la mayor importancia. Las casitas bajas que están al otro lado están también cubiertas de varios farolillos rojos que representan a la mayoría étnica de la zona y una de las mayorías del propio país. Las hojas de los árboles tropicales que lo cubren todo vibran con la suave brisa o al paso de los vehículos. Bebo del “tetarí”, té malayo con dulce de leche y como repito el proceso: cuchara-sopa-fideos-boladecarne-guindilla-soplo-absorbo… De pronto otra moto con una neverita atrás pita y suena un característico claxon que indica que trae helados. El perro levanta perezosamente la cabeza y vuelve a su posición sin hacer caso. Al fondo se ven un par de edificios altos rodeados de colinas cubiertas de selva verde y frondosa. Estamos una isla tan grande que no lo parece. Me acabo la sopa que me deja satisfecho y coloco mi espalda contra la pared mientras doy sorbitos al té. Los indios fuman y yo que intento dejarlo no puedo resistirme. Me levanto y me acerco a la caja registradora donde está la señora del agujero en la cara y cuerpo de adolescente y en la parte de atrás hay una pequeña vitrina con paquetes de cigarrillos de marcas locales e intencionales que cuestan entre ocho y doce RM ($3-$4), le pido un paquete y como ya me conoce se retira a la mesa metálica abre una de las cajas que tiene apiladas y saca una cajetilla de color rojo que pone cerca de la caja registradora, el paquete que tenía escondido es libre de impuestos y me cuestan dos y medio RM (menos de un $1), pago también el té y todo acaba siendo poco más de $1. Me vuelvo a la mesa, pido fuego a los indios y fumo mientras a cabo el “tetarí”. Pago la sopa y el hombre recoge el dinero con la mano derecha mientras se toca el codo con la izquierda y cabezazo. Todo lo que veo me encanta y a pesar del caos parece reinar una paz acogedora. Estoy lejos, muy lejos pero me siento en casa y eso me producen unas cosquillas en la boca del estómago que me recuerdan el amor que siento hacia este continente maravilloso. Los desayunos de sopa, los perros callejeros, las motos con exceso de equipaje, las ancianas cocineras, los ancianos vendedores, la sonrisas dibujadas, la humedad que te adormece, los farolillos, las ollas humeantes, la selva, el mar, el cielo, la impercepción del tiempo, los ventiladores, la vida en la calle, los restaurantes callejeros, los puestos de comida rápida, el té, el tabaco libre de impuestos y el caos, la libertad del caos y el desorden , nada me inspira más que esto…
Acabo mi té y me cruzo el garaje mientras vuelvo a ser observado por las ancianas y me despido de la mujer del agujero. Me dice algo que no entiendo: “uni”, me pregunta si voy a la universidad y le respondo que solo estoy de visita. Cabezazo. “UK?”, no “España”. Cabezazo. Me pregunta si trabajo y le digo que solo estoy viajando, de vacaciones, y le resulta extraño. Cabezazo. Nos miramos sin decir nada y me despido de nuevo. Cabezazo. “Bye! Terima kasih” (gracias). Giro mientras oigo a la mujer lo que supongo le estaba traduciendo al hombre que estaba sentado tras de mí. Subo de nuevo y dos gatos tumbados sobre las escaleras me miran, a la izquierda la mujer sigue sentada junto a la puerta, también me mira.
A salido el sol, y el calor me vuelve hacer sudar, me apoyo sobre la cornisa y miro hacia la selva. Pienso que en otra vida pude vivir en algún lugar del continente y en cierta manera es un extraño sentimiento de volver a estar en casa. Estoy en Malasia a las puertas de Tailandia donde estaré al acabar la semana, pero hoy es un día cualquiera y yo estoy aquí mientras en otro lugares la vida se desarrolla de diferente manera, yo tengo 26 años desde hace dos días y aún queda un largo viaje de vuelta. Un año y tres meses que volaron hacia alguna parte, el tiempo que pasa sin mi permiso. Estar perdido con un paradójico sentimiento de seguridad, de realmente saber lo que estoy haciendo y percibiendo cada paso que me acerca a lo que deberá ser así.
No estoy tan lejos, cada vez me siento más cerca.