"Cuando uno viaja, siente de una manera muy práctica el acto de renacer. Se está frente a situaciones nuevas, el dia pasa más lentamente y la mayoría de las veces no se comprende ni el idioma que hablan las personas. Exactamente como una criatura que acaba de salir del vientre materno. Con esto, se concede muchas más importancia a las cosas que nos rodean, porque de ellas depende nuestra propia supervivencia. Uno pasa a ser más accesible a las personas, porque ellas podrán ayudarnos en situaciones difíciles. Y recibe con gran alegría cualquier pequeño favor de los dioses, como si eso fuese un episodio para ser recordado el resto de la vida.
Al mismo tiempo, como todas estas cosas son para nosotros una novedad, uno ve en ellas solamente lo bello y se siente más feliz por estar vivo..." (Paulo Coelho)

domingo, 2 de febrero de 2014

"Camino a Nogriat y los puentes de raíces..."

Era el mediodía y estábamos agotados y medio enfermos. Hacía calor. Las aceras estaban llenas de gente y el mercado sobre ellas, a ras del suelo. Debías alternar la mirada hacia delante para no chocar buscando el hueco de paso y a los pies para no pisar los puestos. El tráfico y los gritos de los vendedores provocaban un ambiente denso y pesado. Coline había quedado atrás con las mochilas, mientras yo, buscaba la imposible estación de “jeeps” compartidos. Algunos me habían dicho que no había, otros que sí, otros que debía reservalos con un día de anterioridad, otros no entendían o no contestaban… 
Habíamos pasado las últimas tres noches sin dormir mucho. Una noche en el tren y dos en un hotel horrible de ciudad; solitario, triste y  plagado de mosquitos, el cual, pasamos dos horas buscando después de ser rechazados por otros cientos…
Preguntando, preguntando y preguntando, encontré en el segundo piso de un parking sucio y atestado el que buscábamos. Así que volví sobre mis pasos, y en el camino, pregunté en los hoteles por una habitación barata y tranquila. Decidimos que sería mejor descansar y dejarlo por aquel día.

Nos encerramos en la habitación y caímos rendidos sobre la cama. Aquella parte fuera de los circuitos turísticos de la India nos lo estaba poniendo difícil y nos exigía grandes cantidades de energía, estábamos a punto de renunciar e irnos a otras zonas más accesibles y sencillas del país. Todo se movía lento y dificultosamente. En muchos hoteles no aceptaban extranjeros, te hacían rellenar extensos formularios o te pedían el certificado de matrimonio…
Dormimos y comimos algo en la calle, y decidimos darle otra oportunidad hasta el día siguiente…

Nos despertamos. Habíamos pasado una buena noche. Pagamos la habitación y desayunamos. Hasta aquí todo perfecto; nadie nos intentó engañar, los precios eran justos y nadie nos trajo pan en vez de tortilla…
Cogimos las mochilas y fuimos hacia la parada para irnos al sur en uno de los “jeeps” compartidos. Llegamos y resultó que el vehículo no tenía la habitual “vaca” para subir las maletas. Esperamos al siguiente, y por alguna extraña razón, quería cobrarnos también por el equipaje, los locales no pagaban y nosotros también nos negamos. Discutimos y yo pregunte a los otros conductores si debíamos pagar, todos dijeron que no. Se negaron a llevarnos. Seguimos discutiendo, Coline lloraba desesperada e impotente y yo me enfade muchísimo. Estuvimos de nuevo a punto de renunciar, hasta que un conductor y hora y media después, se apiadó y cedió. Así que finalmente nos subimos y nos fuimos riéndonos y motivándonos el uno al otro hablando de la situación, de la gente, el ser humano y la aventura de viajar en la India…

Fuimos dejando la ciudad atrás, y el paisaje anunciado como el: “más húmedo de la tierra y la Escocia del este”, era seco y árido. Era realmente bello, y muy diferente a las montañas del norte. Me hacía recordar a Oaxaca, la costa del sureste en México. Tras una curva, bajo un puente, el paisaje se partió en dos y un inmenso cañón caía precipitadamente sobre un río, que parecía una línea pintada sobre el vértice de un valle cubierto de densa jungla virgen y deshabitada. Aquellas vistas nos acompañaron maravillosamente hasta nuestro destino: un pequeño pueblo situado en el risco del acantilado llamado: “Cherrapunjee”.


 Elegimos la única opción del pueblo, que era un hotel situado en la mismísima parada, acompañado de la orquesta automovilística local día y noche en el segundo piso de un edificio, que consistía en un pequeño restaurante de cuatro mesas y dos habitaciones contiguas, una más cara que la otra, incomprensiblemente por qué… Allí nos instalamos y comimos en el restaurante intentando decidir cómo llegar al famoso pueblo de “Nogriat y sus puentes de raíces”, para el cual, no había carretera y andando era la única manera de ir. Preguntamos a la joven que nos atendió en una especie de inglés, y segundos después nos entregó la fotocopia de un mapa escrito a mano, que consistía en un puñado de garabatos con los nombres de los pueblos de alrededor, y algunas distancias de referencia con el nombre del pueblo donde estábamos como punto de partida. Al día siguiente comprobaríamos que necesitaríamos más información para poder llegar a él… 
Dimos un paseo por la zona. La gente nos miraba con curiosidad y tímidos. Algunos nos saludaban, otros giraban la cara cuando les mirábamos y los niños, “niños” en todo el mundo, se reían y hablaban en su idioma señalándonos y jugando a nuestro alrededor haciéndonos las preguntas que habrían aprendido en la escuela. Llegamos a un colorido cementerio en lo alto de los campos color ocre y nos sentamos donde alcanzábamos a ver Bangladesh al otro lado del valle. Decidimos preguntar si nos guardarían una mochila para llevar en la otra lo necesario con: los sacos de dormir, una muda, unas chaquetas para la lluvia y el innecesario mapa de papel gastado. Volvimos y aceptaron, pues hacer la caminata de cinco horas selva a través con las enormes mochilas era prácticamente imposible. Después allí buscaríamos algún lugar donde pasar la noche. La ida hasta el pueblo consistiría en llegar hasta las cascadas de Nohkalikai, las cuartas más altas del mundo, y encontrar el camino que bajaba de lo alto del cañón hasta el río durante otras tres horas para finalmente llegar al poblado.

Cenamos en otro edificio de cemento y luces de neón, y paseamos de noche en el mercado local, donde en celdas de cemento y chapa, las mujeres de la zona vendían pescado sobre cajas de cartón iluminados por una extraña chimenea de gasolina. Les hice unas fotos y se las mostré, mirándolos con asombro y riéndose tímidamente cuando las vieron. 


Al volver compramos algo de comida y bebida por si no encontrábamos mucha durante el camino… En la habitación repartimos minuciosamente las mochilas, y nos dormimos con la música a todo volumen de los trabajadores que limpiaban su autobús en el medio de la plaza y de la noche, acompañados por el coro de una banda de perros callejeros.

Despertamos poco después del amanecer y antes de que sonara la alarma del móvil. Fuimos a desayunar al pequeño y vacío restaurante del hotel (éramos los únicos), habiéndonos asegurado la noche anterior, pues era domingo, de que podríamos comer algo por la mañana. Resultó finalmente que no, que no había comida y desde la ventana señaló el edificio de cemento. Fuimos hacia allí, y dos niños agachados tras el mostrador jugaban con el móvil y comían fideos haciendo y pretendiendo que no nos veían. Les llamé y me miraron con una expresión de: “¿A qué viene éste a estas horas a tocarnos los cojones?...”, expresión bastante habitual. Pedí algo de comer y me señalaron el mostrador de comida que se subdividía en sus dos únicas opciones: Curry de cerdo frío y del día anterior o “noodles” secos y fríos del dia anterior. Nos decantamos finalmente y con convencimiento por un cuenquito de noodles secos y fríos del día anterior, con una cucharadita añadida de una pasta verde de un aparecido cuenco, (Coline no quiso “cucharadita”), y dos tés locales con grumos flotantes. Pagamos el delicioso, rehabilitador y único desayuno del pueblo, volviendo a la tienda a por más galletas. 
Le dimos a la chica la mochila, y con lo puesto, nos fuimos pueblo arriba pasando entre las pequeñas casas de los locales, que más simpáticos nos despedían. nos gritaban cosas mientras los niños corrían hacia la puerta para vernos pasar por delante, hasta que las dejamos atrás, paseando por los prados y las colinas salpicadas por zonas de una extraña y verde vegetación tropical.
Una anciana y (supongo) su nieta se cruzaron con nosotros, vestían un traje tradicional y portaban un cesto de bambú sobre la espalda sujeto con un asa a la frente lleno de paja seca y ramas, la niña llevaba también una hoz en la mano y sonreía sorprendida al vernos, hasta que abandonaron por otro pequeño camino que se alejaba a unas minúsculas casas de piedra y paja. 
Llegamos sin dificultad al conjunto de casetas y pequeños restaurantes que se amontonaban alrededor de la “entrada oficial” a las cascadas, donde nos hicieron pagar mientras escondía mi cámara para no tener que pagar también por ella. Se había convertido en un reclamo turístico por lo que los “astutos” locales levantaron una verja en el camino por la que debías pasar obligatoriamente para seguir tu camino, pagando una pequeña entrada, claro. Las cascadas en sí no impresionaban mucho, porque estábamos en época seca y no había demasiada agua en los ríos. Pero su altura y las vistas de la estrecha brecha de agua constante, que se abría cayendo precipitada por los extensos acantilados que nos rodeaban,, convirtiendo el interior del cañón en una selva verde e interminable que se perdía de vista, prácticamente deshabitada, era increíble. En la base de la cascada había una piscina natural de agua cristalina y turquesa.


 Preguntamos dentro: “¡Way to Nogriat, walking… No-gria-at! Una señora de uno de los puesto de comida nos explicó que debíamos seguir el sendero hasta el acantilado y después… Bajar, bajar y bajar… 
Parecía fácil pero la hierba comenzó a crecer, el camino desaparecía, y cuando llegamos al acantilado no existía camino ni se veía nada parecido entre la vegetación que nos rodeaba. Nada parecido a un pueblo en el interior, Solo una fábrica a nuestra izquierda y a nuestras espaldas quedaba la cascada y la entrada principal. Nos dimos cuenta de que estaríamos realmente perdidos allí dentro si se nos ocurría improvisar una ruta alternativa. Debíamos estar completamente seguros porque en caso de que debiéramos volver, la subida del cañón sería realmente dura y a las cinco de la tarde empezaba a caer la noche, pronto sería medio día… Tiré la mochila un poco desesperado porque en India todo es inevitablemente más difícil, la lógica no existe, y cada una de las acciones cotidianas son casi siempre lentas, absurdas y completamente surrealistas, indiferentemente del tiempo que lleves en el país o si las has repetido cientos de veces. Cada una de ellas es siempre un suceso de situaciones y hechos que son nuevos y a cada cual más sorprendente. Y cuando piensas que algo ya no tiene solución, que estás perdido o te derrumbas agotado de desesperación gritando: ¡Animales y gente, haber, vamos a organizarnos un poquito joder! Encuentras asombrado una salida a los problemas y te ríes aliviado, y sigues tu camino, habiendo pasado toda una mañana para comprar un billete de tren, discutiendo con un taxista por dejarte en el otro lado de la ciudad o porque quieren cobrarte por las maletas… O intentando averiguar donde está el camino para bajar al pueblo que estas buscando… Y para que veáis que no miento os cuento como se desarrolló exactamente la situación: Mientras Coline se quedaba allí con las mochilas yo volví el camino hacia los puestos y la señora que me había indicado el camino se escondió en su tienda. Una familia de turistas indios todos gordos e idénticos se compraban en una de las tiendas sombreros de baquero y pamelas de paja, todos disfrazados me vieron y después me preguntaron muchas cosas y se sacaron muchas fotos conmigo, yo impaciente por encontrar el camino, tuve que forzar la despedida casi saliendo corriendo hasta que vi una pareja de jóvenes que construían unas cestas sentados en el suelo. Uno muy bajito para su edad me señaló hacia el acantilado y bajó los cuatro dedos de la mano hacia el suelo en señal de descenso, le intenté explicar que ya me habían dicho lo mismo, pero que no había ningún camino ¡Nogriat! Gritó de repente. Le dije que sí, miro al otro chico y hablaron un rato en su idioma haciendo gestos y mirándome de vez en cuando. Finalmente volvió para mirarme y me gritó: ¡Come! Y seguí al enano a paso ligero mientras la gente de los puestos se reía de él por ir conmigo. Parecía buscar a alguien preguntando a todo el mundo que se encontraba, dimos varias vueltas absurdas. De nuevo en la entrada habló con dos viejitas que pelaban una rara fruta naranja sobre un cesto, hablaban las dos a la vez y me miraban sonriendo con la boca y los dientes de rojo intenso, debido a una mezcla de especias que mastican continuamente en el país y les tiñe la boca de un color parecido a la sangre. El enano desapareció y después de esperar algún tipo de respuesta de alguien, un hombre de unos treinta años me dijo que no, que era imposible bajar sin un guía, que eran casi cuatro horas a través de la selva y el pequeño camino de dividía continuamente. Lo volví a intentar (aquí es importante no darse nunca por vencido), y unos minutos después de intentar explicarme, un chico de mi edad que hablaba bien inglés me dijo que me llevaría hasta el camino, que era un camino largo y duro, pero bastante sencillo de llegar, seguir el camino en dirección a las minúsculas parcelas, que minutos después me señaló y se podían distinguir, como puntos blancos pintados a lo lejos sobre el río. Después me hizo ver que estábamos sobre un camino que caía en picado adentrándose profundamente en aquella dirección. Le di mil gracias y sin mucho tiempo que perder, volví dando saltos a por Coline, que esperaba preocupada. Le conté la historia por encima. Después bajamos durante mucho rato descendiendo por escaleras naturales, troncos de madera y un camino, que era mas un surco en la tierra, bajo altos árboles que cubrían el cielo de verde y los sonidos exóticos que atraían tu mirada desde todas las partes. 
Después de un rato, llegamos de repente a una casa del tamaño de una habitación, echa de cemento y paja. Al frente y en medio de la nada una familia de cinco miembros: un hombre que sentado sobre sus pies fumaba lo que parecía opio en una pipa de bambú, descalzo y la camisa completamente desabrochada. La mujer agachada pelaba con un machete una caña de azúcar. Después tres niños pequeños, el menor, prácticamente un bebé, lloraba con fuerza agarrada a su madre asustado. Los padres se reían con el mismo líquido rojo en la boca y nos ofrecían asiento con la mano. La madre nos dio caña de azúcar que masticamos sorprendidos de la dulzura de su sabor y escupíamos después al suelo. Sin hablar prácticamente en inglés, nos explicaron que nos habíamos confundido, que tendríamos que volver y bajar hacia el otro lado. No sabíamos de qué hablaban ni dónde nos habíamos confundido, solo señalaban continuamente hacia arriba y después para abajo. Insistimos… hasta que el hombre que creo que entendió, cogió su pipa y un zurrón y desaparecimos por entre las cañas con él (que esperaba me habría entendido…), y el bebé colgado en su cuello, que devolvió a su hermano mayor metros después porque no dejaba de llorar, aterrado porque no entendía que hacía allí esa pareja extraña de blancos con mochilas, llevándose a su padre, lo cual, me pareció muy buena idea, porque no comprendía como habría podido hacer el niño colgado de su cuello, o el padre, llevándolo por el camino que nos disponíamos hacer y fue toda una aventura.
De entre las cañas altas como nosotros, llegamos de nuevo a la pared del acantilado, que caía varios metros al vacío y por donde había un sendero de menos de medio metro de anchura por donde bajábamos precipitadamente con las mochilas, persiguiendo al hombre, que unos metros más adelante, recorría aquel camino airosamente y sin decirnos palabra. Nosotros riéndonos nerviosamente, Procuramos de pisar con cuidado, pues nos asustamos un par de veces por alguna roca que se desprendía y caía a trompicones hasta perderse de vista. Pasamos por una especie de cueva hundida en la pared de la roca donde parecía alguien había echo un fuego no hacía mucho tiempo. Llegamos sudorosos y triunfantes hasta lo que era un camino más estable y seguro. El hombre se puso en cuclillas, y de la bolsa sacó una gran moneda de “dólar” que nos enseñó diciendo: “¡America guy, give me!”. Entendí que esperaba un regalo, más como obsequio o recuerdo que como precio, y recordé que tenía una moneda de diez céntimos en la riñorera y se la entregué. La miró satisfecho y sonrió agradecido, nos dimos la mano hasta que desapareció casi corriendo sobre nuestros pasos gritando: “¡Bye!” A lo lejos.

Bajamos unas dos horas más, perdiéndonos en un denso “bosque lluvioso”, rodeados de cientos de mariposas multicolores que se espantaban y revoloteaban curiosas a nuestro alrededor.

Nos temblaban las piernas del intenso descenso, oyendo el río cerca, señal de que estábamos muy cerca del final del camino. Orgullosos y contentos de haber echo ya gran parte del recorrido sin problemas mayores, llegamos a un árbol de grandes raíces que escondían tras él una de las cosas más fantásticas e increíbles que haya visto nunca… Las rodeamos, y una pasarela natural, originaria del árbol que habíamos visto, pasaba a gran altura sobre el río hasta una roca gigante, la cual, conectaba con otro puente colgado echo de cables de acero. Habíamos encontrado uno de los famosos puentes de raíces, que no llegaba a imaginar cuando leía sobre ello, y materialicé al instante cuando lo vi ante mí. Leí que los aldeanos “Khasi”, la tribu de la zona, habían moldeado las raíces del “ficus”, de manera que se convertían en ingeniosos puentes naturales que se habían extendido durante mas de un siglo creando un decorado que parecía salido de una película de: “El señor de los anillos”. Nos miramos estupefactos y maravillados. Andamos sobre él, agarrándonos fuertemente a las gruesas raíces entrelazadas y cubiertas de musgo sobre el río, que serpenteaba entre grandes rocas claras, bajando con fuerza y formando preciosas piscinas naturales por el camino, que desde lo alto, veíamos completamente tranquilas, cristalinas y de un azul intenso que daban ganas de bebérselas.



En el medio de los dos puentes nos paramos, y Coline hambrienta se puso a sacar lo que llevábamos. Yo acalorado del camino y por la magia del lugar, no pude resistirme y me quité la ropa quedándome en calzoncillos. Escalé descalzo las rocas y bajé a darme un baño en aquellas aguas claras y puras. Me acabé de desnudar y veía a Coline comer encima de la gran roca, a sus lados los dos puentes se extendían hacia mis espaldas. Me metí en el agua que estaba perfecta y nadé subiendo río arriba, escalando entre las pequeñas cascadas y corrientes, quedándome a veces, tumbando boca arriba en algún pequeño pozo con los ojos cerrados, la cabeza apoyada sobre la piedra, mientras el agua recorría todo mi cuerpo masajeándolo hasta escaparse por alguna de las grietas entre las rocas. Volví renovado y secándome al sol comí un poco de pan con una lata de sardinas y después algunas galletas con mermelada. Me vestí y seguimos, todavía teníamos que llegar al pueblo.

Al pasar el segundo puente todo fue más sencillo. Un camino de cemento subía y bajaba entre altas palmeras, flores tropicales y arañas gigantes. Se sentía la humedad y el sol estaba bajando.

Llegamos un par de kilómetros después al pequeño pueblo escondido en aquel pedazo de paraíso. Una casita baja en un jardín natural de flores silvestres anunciaba: “Rest house”. Preguntamos y efectivamente tenían una habitación donde podríamos quedarnos con ellos, también hacían comida si queríamos. Nos pedían un precio un poco alto por la estancia, así que decidimos averiguar, si había otro lugar en alguna casa del pueblo más económico para pasar la noche. Llegamos entonces al más impresionante de todos. Las dos partes de la pequeña aldea, se dividía por un precioso río en el que habían construido una especie de piscinas, cruzado por otro árbol “ficus” enorme, del que salían dos puentes semi-perfectos como dos brazos que se agarraban incrustados a las rocas de nuestro lado.
Aquel gigante que con la ayuda de los miembros que varias generaciones allí perdidas, en plena naturaleza salvaje, habían ayudado a crear un aliado, que les ayudara a sobrellevar los monzones para poder pasar al otro lado cuando el río se convertía en un caudaloso torrente infranqueable.


Cruzamos, más que recompensados por la dura caminata, y boquiabiertos admirábamos aquel cuento de hadas: el pueblo que consistía en pequeñas casas de bambú; piedra, paja y chapa, dispersas y perfectamente integradas en aquel entorno natural. En la base de un cañón, que ahora se levantaba majestuoso a nuestro alrededor, como gigantescas paredes que convertían aquel lugar en inaccesible, único y mágico. Tras pasar al otro lado, los también oportunistas “Khasi” habían colocado una pequeña puerta de madera, que no servía prácticamente de nada, y una mesa plegable con refrescos y un cartel, que te exigía pagar una entrada por el privilegio de encontrarse en aquel lugar. Rodeados de mujeres y niños que nos observaban atentamente, pagamos a regañadientes un poco decepcionados de la realidad de un capitalismo que no conoce ya de fronteras ni pueblos. Aislados prácticamente del mundo habían aprendido rápido a como hacer dinero fácil. Unos metros después, una gran concentración los habitantes del pueblo, se encontraba rodeando dos jóvenes más modernos y con unos “walkies” colgados del cinturón. Nos hablaron en perfecto inglés en medio del grupo que nos miraba absortos. Preguntamos por un alojamiento y nos señalaron una casa verde que había más abajo. Después nos enteramos que la desubicada pareja de jóvenes era parte del equipo que acaba de rodar un documental de aquel paraíso desconocido para: “Nathional Geographic”. Comprendí entonces que aquella maravilla de sitio no volvería a ser nunca más como nosotros lo encontramos, demasiado mágico, pero no tan escondido, como para permanecer inaccesible a los ojos de los que buscan la belleza de los rincones más recónditos del planeta. Que afortunado me sentí entonces de haberlo podido ver así, con la esencia aún de otros tiempos y sin estar aún demasiado corrompido por los mundos de los que yo vengo.

La segunda casa no nos convenció, el precio era el mismo, las habitaciones estaban sin acabar, prácticamente sin paredes ni puertas, unos colchones sobre unos somieres viejos y un dueño con demasiada palabrería que me causaba un poco de desconfianza. Volvimos a la casa, y los dueños nos mostraron la pequeña habitación, un poco tímidos y nerviosos. Nos tiramos sobre las camas derrotados, y descansamos con la caída del sol.

Cuando desperté Coline se había ido y se empezaba a notar como la oscuridad empezaba a envolverlo todo con su velo. Salí y tampoco había nadie en la casa. Me fui a pasear adentrándome por los estrechos caminos que entre la vegetación te llevaban a las casas esparcidas en los alrededores formando la diminuta aldea. Las casas, eran prácticamente un cubículo de máximo dos plantas donde vivían varias generaciones juntas compartiendo el mismo techo y hasta la misma habitación. Las mujeres lavaban la ropa o cocinaban a puertas abiertas, mientras los hombres veían los viejos televisores o se sentaban fuera a contemplar la vista que lo cubría todo.
Llegue a una iglesia de color azul cielo en lo alto desde donde divisaba el camino y los tejados.


Me parecía increíble hasta donde llegaban las telarañas de la acaparadora institución, insaciable siempre por “extender la palabra de Dios”, incluso entre las fronteras y países que tradicionalmente poseían ya una cultura y rituales muy diferentes, más "animistas" y más en contacto con el entorno, en completa armonía y sin la necesidad de un ser superior y desconocido que nada tenía que ver con aquel mundo de naturaleza y comunidad. En fin, la misma historia de siempre supongo…
Bajé más con el sol, donde un gran grupo de niños de entre 3 y 6 años jugaban y reían de manera que era un placer sentarse y admirar la pureza e inocencia de aquellos seres, que aún no sabían de religiones, ni sexos, ni de bienes materiales… eran como ya rara vez se ven a los niños, que crecen en pequeñas comunidades fuera de la podredumbre de las ciudades y al corrupción de la “máquina”. Me senté durante más de una hora cuando se acercaron a observarme sonrientes, jugando, tocándome y haciendo chistes que yo no entendía, pero que parecía causarles mucha gracia. Les hacía fotos, y todos apelotonados, se congregaban a pocos centímetros de la cámara haciendo gestos y moviéndose exageradamente como si de un vídeo se tratara. Me hablaban y me agarraban de las manos, mientras los otros tocaban todos los botones de la cámara viendo sus fotos una y otra vez, hasta que una anciana bajó y muy amable me habló de cómo sus antepasados, desde hacía más de cien años habían construido los ingeniosos puentes, de cómo sus hijos se habían marchado a las ciudades en busca de una vida más moderna y más artificial…


Pensaba en todo aquello mientras me alejaba de vuelta a la casa, viendo pasar mujeres y hombres que descendían de los bosques con los cestos de bambú colgados de la frente, cargados de madera y hojas sobre su espalda.

No había luz entonces, y nos iluminábamos con la luz de las velas fumando en la pequeña terraza del jardín, mirando hacia la oscuridad y envolviéndonos con los extraños sonidos que procedían de todas las direcciones.
Con un sentimiento de paz y la sensación de haber descubierto un nuevo mundo, entramos y cenamos la deliciosa comida que la familia había preparado para nosotros, y flotando en el aire, nos deslizamos dentro de nuestras camas.
Miraba como la diminuta llama de la vela sobre el vaso, bailaba al son del viento y se retorcía dando una plácida calidez a la habitación, y mientras iba cayendo dormido con el silencio de la noche, soñaba que estaba en un paraíso perdido, rodeado de gentes ancestrales, que habían crecido como las raíces de los ficus, que centenarios, veían pasar el tiempo, acariciados por los ríos jóvenes y nerviosos, bajando precipitadamente de las montañas para unirse al cauce del progreso sin mirar atrás, inconscientes de lo que allí dejaban, ni de la importancia de sus aguas para que todo aquel conjunto perdurara puro y por siempre, más allá de las memorias y más cerca de la tierra, para que los próximos encontraran allí las raíces y los pozos, que antes o después, los llevaban irremediablemente a orillas del cauce para perderse en los mares de la vida.

Antes de caer profundamente en el sueño, sonreí. Sonrío. Y mientras escribía esto pasamos por extensas praderas donde vimos rinocerontes asiáticos, elefantes, gacelas, búfalos de agua, campos de arroz y mostaza. Llegamos a la segunda isla fluvial más grande del mundo, y nos perdimos conociendo otros pueblos y otras tribus, escribiendo en las páginas de mi memoria otras historias y otros cuentos, que son la realidad modificada de mis días y la musa de mi imaginación. Os recuerdo a vosotros y de todos, transformo mi mundo en palabras, y aquí, os lo regalo.