Era el
mediodía y estábamos agotados y medio enfermos. Hacía calor. Las aceras
estaban llenas de gente y el mercado sobre ellas, a ras del suelo. Debías
alternar la mirada hacia delante para no chocar buscando el hueco de paso y a
los pies para no pisar los puestos. El tráfico y los gritos de los vendedores
provocaban un ambiente denso y pesado. Coline había quedado atrás con las
mochilas, mientras yo, buscaba la imposible estación de “jeeps” compartidos.
Algunos me habían dicho que no había, otros que sí, otros que debía reservalos
con un día de anterioridad, otros no entendían o no contestaban…
Habíamos
pasado las últimas tres noches sin dormir mucho. Una noche en el tren y dos en
un hotel horrible de ciudad; solitario, triste y plagado de mosquitos, el cual, pasamos dos
horas buscando después de ser rechazados por otros cientos…
Preguntando,
preguntando y preguntando, encontré en el segundo piso de un parking sucio y
atestado el que buscábamos. Así que volví sobre mis pasos, y en el camino, pregunté en los hoteles por una habitación barata y tranquila. Decidimos que
sería mejor descansar y dejarlo por aquel día.
Nos
encerramos en la habitación y caímos rendidos sobre la cama. Aquella parte
fuera de los circuitos turísticos de la India nos lo estaba poniendo difícil y
nos exigía grandes cantidades de energía, estábamos a punto de renunciar e
irnos a otras zonas más accesibles y sencillas del país. Todo se movía lento y
dificultosamente. En muchos hoteles no aceptaban extranjeros, te hacían
rellenar extensos formularios o te pedían el certificado de matrimonio…
Dormimos
y comimos algo en la calle, y decidimos darle otra oportunidad hasta el día
siguiente…
Nos
despertamos. Habíamos pasado una buena noche. Pagamos la habitación y
desayunamos. Hasta aquí todo perfecto; nadie nos intentó engañar, los precios
eran justos y nadie nos trajo pan en vez de tortilla…
Cogimos
las mochilas y fuimos hacia la parada para irnos al sur en uno de los “jeeps”
compartidos. Llegamos y resultó que el vehículo no tenía la habitual “vaca”
para subir las maletas. Esperamos al siguiente, y por alguna extraña razón,
quería cobrarnos también por el equipaje, los locales no pagaban y nosotros
también nos negamos. Discutimos y yo pregunte a los otros conductores si
debíamos pagar, todos dijeron que no. Se negaron a llevarnos. Seguimos
discutiendo, Coline lloraba desesperada e impotente y yo me enfade muchísimo.
Estuvimos de nuevo a punto de renunciar, hasta que un conductor y hora y media
después, se apiadó y cedió. Así que finalmente nos subimos y nos fuimos
riéndonos y motivándonos el uno al otro hablando de la situación, de la gente,
el ser humano y la aventura de viajar en la India…
Fuimos
dejando la ciudad atrás, y el paisaje anunciado como el: “más húmedo de la
tierra y la Escocia del este”, era seco y árido. Era realmente bello, y muy diferente
a las montañas del norte. Me hacía recordar a Oaxaca, la costa del sureste en
México. Tras una curva, bajo un puente, el paisaje se partió en dos y un
inmenso cañón caía precipitadamente sobre un río, que parecía una línea pintada
sobre el vértice de un valle cubierto de densa jungla virgen y deshabitada. Aquellas
vistas nos acompañaron maravillosamente hasta nuestro destino: un pequeño
pueblo situado en el risco del acantilado llamado: “Cherrapunjee”.

Elegimos la
única opción del pueblo, que era un hotel situado en la mismísima parada,
acompañado de la orquesta automovilística local día y noche en el segundo piso
de un edificio, que consistía en un pequeño restaurante de cuatro mesas y
dos habitaciones contiguas, una más cara que la otra, incomprensiblemente por
qué… Allí nos instalamos y comimos en el restaurante intentando decidir cómo
llegar al famoso pueblo de “Nogriat y sus puentes de raíces”, para el cual, no
había carretera y andando era la única manera de ir. Preguntamos a la joven que
nos atendió en una especie de inglés, y segundos después nos entregó la
fotocopia de un mapa escrito a mano, que consistía en un puñado de garabatos
con los nombres de los pueblos de alrededor, y algunas distancias de referencia con el nombre del pueblo donde estábamos como punto de partida. Al día
siguiente comprobaríamos que necesitaríamos más información para poder llegar a
él…
Dimos un paseo por la zona. La gente nos miraba con curiosidad y tímidos.
Algunos nos saludaban, otros giraban la cara cuando les mirábamos y los niños,
“niños” en todo el mundo, se reían y hablaban en su idioma señalándonos y
jugando a nuestro alrededor haciéndonos las preguntas que habrían aprendido en
la escuela. Llegamos a un colorido cementerio en lo alto de los campos color ocre
y nos sentamos donde alcanzábamos a ver Bangladesh al otro lado del valle.
Decidimos preguntar si nos guardarían una mochila para llevar en la otra lo
necesario con: los sacos de dormir, una muda, unas chaquetas para la lluvia y
el innecesario mapa de papel gastado. Volvimos y aceptaron, pues hacer la
caminata de cinco horas selva a través con las enormes mochilas era
prácticamente imposible. Después allí buscaríamos algún lugar donde pasar la
noche. La ida hasta el pueblo consistiría en llegar hasta las cascadas de
Nohkalikai, las cuartas más altas del mundo, y encontrar el camino que bajaba
de lo alto del cañón hasta el río durante otras tres horas para finalmente
llegar al poblado.
Cenamos
en otro edificio de cemento y luces de neón, y paseamos de noche en el mercado
local, donde en celdas de cemento y chapa, las mujeres de la zona vendían
pescado sobre cajas de cartón iluminados por una extraña chimenea de gasolina.
Les hice unas fotos y se las mostré, mirándolos con asombro y riéndose
tímidamente cuando las vieron.
Al volver compramos algo de comida y bebida por
si no encontrábamos mucha durante el camino… En la habitación repartimos
minuciosamente las mochilas, y nos dormimos con la música a todo volumen de los
trabajadores que limpiaban su autobús en el medio de la plaza y de la noche,
acompañados por el coro de una banda de perros callejeros.
Despertamos
poco después del amanecer y antes de que sonara la alarma del móvil. Fuimos a
desayunar al pequeño y vacío restaurante del hotel (éramos los únicos), habiéndonos
asegurado la noche anterior, pues era domingo, de que podríamos comer algo por
la mañana. Resultó finalmente que no, que no había comida y desde la ventana
señaló el edificio de cemento. Fuimos hacia allí, y dos niños agachados tras el
mostrador jugaban con el móvil y comían fideos haciendo y pretendiendo que no
nos veían. Les llamé y me miraron con una expresión de: “¿A qué viene éste a
estas horas a tocarnos los cojones?...”, expresión bastante habitual. Pedí algo
de comer y me señalaron el mostrador de comida que se subdividía en sus dos
únicas opciones: Curry de cerdo frío y del día anterior o “noodles” secos y
fríos del dia anterior. Nos decantamos finalmente y con convencimiento por un
cuenquito de noodles secos y fríos del día anterior, con una cucharadita
añadida de una pasta verde de un aparecido cuenco, (Coline no quiso
“cucharadita”), y dos tés locales con grumos flotantes. Pagamos el delicioso,
rehabilitador y único desayuno del pueblo, volviendo a la tienda a por más
galletas.
Le dimos a la chica la mochila, y con lo puesto, nos fuimos pueblo
arriba pasando entre las pequeñas casas de los locales, que más simpáticos nos
despedían. nos gritaban cosas mientras los niños corrían hacia la puerta para
vernos pasar por delante, hasta que las dejamos atrás, paseando por los prados y
las colinas salpicadas por zonas de una extraña y verde vegetación tropical.
Una
anciana y (supongo) su nieta se cruzaron con nosotros, vestían un traje
tradicional y portaban un cesto de bambú sobre la espalda sujeto con un asa a
la frente lleno de paja seca y ramas, la niña llevaba también una hoz en la
mano y sonreía sorprendida al vernos, hasta que abandonaron por otro pequeño
camino que se alejaba a unas minúsculas casas de piedra y paja.
Llegamos sin
dificultad al conjunto de casetas y pequeños restaurantes que se amontonaban
alrededor de la “entrada oficial” a las cascadas, donde nos hicieron pagar
mientras escondía mi cámara para no tener que pagar también por ella. Se había
convertido en un reclamo turístico por lo que los “astutos” locales levantaron
una verja en el camino por la que debías pasar obligatoriamente para seguir tu
camino, pagando una pequeña entrada, claro. Las cascadas en sí no impresionaban
mucho, porque estábamos en época seca y no había demasiada agua en los ríos. Pero
su altura y las vistas de la estrecha brecha de agua constante, que se abría
cayendo precipitada por los extensos acantilados que nos rodeaban,,
convirtiendo el interior del cañón en una selva verde e interminable que se
perdía de vista, prácticamente deshabitada, era increíble. En la base de la
cascada había una piscina natural de agua cristalina y turquesa.

Preguntamos
dentro: “¡Way to Nogriat, walking… No-gria-at! Una señora de uno de los puesto
de comida nos explicó que debíamos seguir el sendero hasta el acantilado y
después… Bajar, bajar y bajar…
Parecía fácil pero la hierba comenzó a crecer,
el camino desaparecía, y cuando llegamos al acantilado no existía camino ni se
veía nada parecido entre la vegetación que nos rodeaba. Nada parecido a un
pueblo en el interior, Solo una fábrica a nuestra izquierda y a nuestras
espaldas quedaba la cascada y la entrada principal. Nos dimos cuenta de que estaríamos
realmente perdidos allí dentro si se nos ocurría improvisar una ruta
alternativa. Debíamos estar completamente seguros porque en caso de que
debiéramos volver, la subida del cañón sería realmente dura y a las cinco de la
tarde empezaba a caer la noche, pronto sería medio día… Tiré la mochila un poco
desesperado porque en India todo es inevitablemente más difícil, la lógica no
existe, y cada una de las acciones cotidianas son casi siempre lentas, absurdas
y completamente surrealistas, indiferentemente del tiempo que lleves en el país
o si las has repetido cientos de veces. Cada una de ellas es siempre un suceso
de situaciones y hechos que son nuevos y a cada cual más sorprendente. Y cuando
piensas que algo ya no tiene solución, que estás perdido o te derrumbas agotado
de desesperación gritando: ¡Animales y gente, haber, vamos a organizarnos un
poquito joder! Encuentras asombrado una salida a los problemas y te ríes
aliviado, y sigues tu camino, habiendo pasado toda una mañana para comprar un
billete de tren, discutiendo con un taxista por dejarte en el otro lado de la
ciudad o porque quieren cobrarte por las maletas… O intentando averiguar donde
está el camino para bajar al pueblo que estas buscando… Y para que veáis que no
miento os cuento como se desarrolló exactamente la situación: Mientras Coline
se quedaba allí con las mochilas yo volví el camino hacia los puestos y la
señora que me había indicado el camino se escondió en su tienda. Una familia de
turistas indios todos gordos e idénticos se compraban en una de las tiendas
sombreros de baquero y pamelas de paja, todos disfrazados me vieron y después
me preguntaron muchas cosas y se sacaron muchas fotos conmigo, yo impaciente
por encontrar el camino, tuve que forzar la despedida casi saliendo corriendo
hasta que vi una pareja de jóvenes que construían unas cestas sentados en el suelo.
Uno muy bajito para su edad me señaló hacia el acantilado y bajó los cuatro
dedos de la mano hacia el suelo en señal de descenso, le intenté explicar que
ya me habían dicho lo mismo, pero que no había ningún camino ¡Nogriat! Gritó de
repente. Le dije que sí, miro al otro chico y hablaron un rato en su idioma
haciendo gestos y mirándome de vez en cuando. Finalmente volvió para mirarme y
me gritó: ¡Come! Y seguí al enano a paso ligero mientras la gente de los
puestos se reía de él por ir conmigo. Parecía buscar a alguien preguntando a
todo el mundo que se encontraba, dimos varias vueltas absurdas. De nuevo en la
entrada habló con dos viejitas que pelaban una rara fruta naranja sobre un
cesto, hablaban las dos a la vez y me miraban sonriendo con la boca y los
dientes de rojo intenso, debido a una mezcla de especias que mastican
continuamente en el país y les tiñe la boca de un color parecido a la sangre.
El enano desapareció y después de esperar algún tipo de respuesta de alguien,
un hombre de unos treinta años me dijo que no, que era imposible bajar sin un
guía, que eran casi cuatro horas a través de la selva y el pequeño camino de
dividía continuamente. Lo volví a intentar (aquí es importante no darse nunca
por vencido), y unos minutos después de intentar explicarme, un chico de mi
edad que hablaba bien inglés me dijo que me llevaría hasta el camino, que era
un camino largo y duro, pero bastante sencillo de llegar, seguir el camino en
dirección a las minúsculas parcelas, que minutos después me señaló y se podían distinguir,
como puntos blancos pintados a lo lejos sobre el río. Después me hizo ver que
estábamos sobre un camino que caía en picado adentrándose profundamente en
aquella dirección. Le di mil gracias y sin mucho tiempo que perder, volví dando
saltos a por Coline, que esperaba preocupada. Le conté la historia por encima.
Después bajamos durante mucho rato descendiendo por escaleras naturales,
troncos de madera y un camino, que era mas un surco en la tierra, bajo altos
árboles que cubrían el cielo de verde y los sonidos exóticos que atraían tu mirada
desde todas las partes.
Después de un rato, llegamos de repente a una casa del
tamaño de una habitación, echa de cemento y paja. Al frente y en medio de la
nada una familia de cinco miembros: un hombre que sentado sobre sus pies fumaba
lo que parecía opio en una pipa de bambú, descalzo y la camisa completamente
desabrochada. La mujer agachada pelaba con un machete una caña de azúcar.
Después tres niños pequeños, el menor, prácticamente un bebé, lloraba con
fuerza agarrada a su madre asustado. Los padres se reían con el mismo líquido
rojo en la boca y nos ofrecían asiento con la mano. La madre nos dio caña de
azúcar que masticamos sorprendidos de la dulzura de su sabor y escupíamos
después al suelo. Sin hablar prácticamente en inglés, nos explicaron que nos
habíamos confundido, que tendríamos que volver y bajar hacia el otro lado. No
sabíamos de qué hablaban ni dónde nos habíamos confundido, solo señalaban
continuamente hacia arriba y después para abajo. Insistimos… hasta que el
hombre que creo que entendió, cogió su pipa y un zurrón y desaparecimos por
entre las cañas con él (que esperaba me habría entendido…), y el bebé colgado
en su cuello, que devolvió a su hermano mayor metros después porque no dejaba
de llorar, aterrado porque no entendía que hacía allí esa pareja extraña de
blancos con mochilas, llevándose a su padre, lo cual, me pareció muy buena idea,
porque no comprendía como habría podido hacer el niño colgado de su cuello, o
el padre, llevándolo por el camino que nos disponíamos hacer y fue toda una
aventura.
De entre las cañas altas como nosotros,
llegamos de nuevo a la pared del acantilado, que caía varios metros al vacío y
por donde había un sendero de menos de medio metro de anchura por donde
bajábamos precipitadamente con las mochilas, persiguiendo al hombre, que unos
metros más adelante, recorría aquel camino airosamente y sin decirnos palabra.
Nosotros riéndonos nerviosamente, Procuramos de pisar con cuidado, pues nos
asustamos un par de veces por alguna roca que se desprendía y caía a
trompicones hasta perderse de vista. Pasamos por una especie de cueva hundida
en la pared de la roca donde parecía alguien había echo un fuego no hacía mucho
tiempo. Llegamos sudorosos y triunfantes hasta lo que era un camino más estable
y seguro. El hombre se puso en cuclillas, y de la bolsa sacó una gran moneda de
“dólar” que nos enseñó diciendo: “¡America guy, give me!”. Entendí que esperaba
un regalo, más como obsequio o recuerdo que como precio, y recordé que tenía
una moneda de diez céntimos en la riñorera y se la entregué. La miró satisfecho
y sonrió agradecido, nos dimos la mano hasta que desapareció casi corriendo
sobre nuestros pasos gritando: “¡Bye!” A lo lejos.
Bajamos
unas dos horas más, perdiéndonos en un denso “bosque lluvioso”, rodeados de
cientos de mariposas multicolores que se espantaban y revoloteaban curiosas a
nuestro alrededor.
Nos temblaban
las piernas del intenso descenso, oyendo el río cerca, señal de que estábamos
muy cerca del final del camino. Orgullosos y contentos de haber echo ya gran
parte del recorrido sin problemas mayores, llegamos a un árbol de grandes
raíces que escondían tras él una de las cosas más fantásticas e increíbles que
haya visto nunca… Las rodeamos, y una pasarela natural, originaria del árbol
que habíamos visto, pasaba a gran altura sobre el río hasta una roca gigante,
la cual, conectaba con otro puente colgado echo de cables de acero. Habíamos
encontrado uno de los famosos puentes de raíces, que no llegaba a imaginar cuando
leía sobre ello, y materialicé al instante cuando lo vi ante mí. Leí que los
aldeanos “Khasi”, la tribu de la zona, habían moldeado las raíces del “ficus”,
de manera que se convertían en ingeniosos puentes naturales que se habían
extendido durante mas de un siglo creando un decorado que parecía salido de una
película de: “El señor de los anillos”. Nos miramos estupefactos y
maravillados. Andamos sobre él, agarrándonos fuertemente a las gruesas raíces
entrelazadas y cubiertas de musgo sobre el río, que serpenteaba entre grandes rocas
claras, bajando con fuerza y formando preciosas piscinas naturales por el
camino, que desde lo alto, veíamos completamente tranquilas, cristalinas y de
un azul intenso que daban ganas de bebérselas.


En el medio de los dos puentes
nos paramos, y Coline hambrienta se puso a sacar lo que llevábamos. Yo
acalorado del camino y por la magia del lugar, no pude resistirme y me quité la
ropa quedándome en calzoncillos. Escalé descalzo las rocas y bajé a darme un
baño en aquellas aguas claras y puras. Me acabé de desnudar y veía a Coline
comer encima de la gran roca, a sus lados los dos puentes se extendían hacia mis espaldas. Me metí en el
agua que estaba perfecta y nadé subiendo río arriba, escalando entre las
pequeñas cascadas y corrientes, quedándome a veces, tumbando boca arriba en algún pequeño pozo con
los ojos cerrados, la cabeza apoyada sobre la piedra, mientras el agua recorría
todo mi cuerpo masajeándolo hasta escaparse por alguna de las grietas entre las
rocas. Volví renovado y secándome al sol comí un poco de pan con una lata de
sardinas y después algunas galletas con mermelada. Me vestí y seguimos, todavía
teníamos que llegar al pueblo.
Al
pasar el segundo puente todo fue más sencillo. Un camino de cemento subía y
bajaba entre altas palmeras, flores tropicales y arañas gigantes. Se sentía la
humedad y el sol estaba bajando.
Llegamos
un par de kilómetros después al pequeño pueblo escondido en aquel pedazo de paraíso.
Una casita baja en un jardín natural de flores silvestres anunciaba: “Rest
house”. Preguntamos y efectivamente tenían una habitación donde podríamos
quedarnos con ellos, también hacían comida si queríamos. Nos pedían un precio
un poco alto por la estancia, así que decidimos averiguar, si había otro lugar
en alguna casa del pueblo más económico para pasar la noche. Llegamos entonces
al más impresionante de todos. Las dos partes de la pequeña aldea, se dividía
por un precioso río en el que habían construido una especie de piscinas, cruzado
por otro árbol “ficus” enorme, del que salían dos puentes semi-perfectos como
dos brazos que se agarraban incrustados a las rocas de nuestro lado.
Aquel
gigante que con la ayuda de los miembros que varias generaciones allí perdidas,
en plena naturaleza salvaje, habían ayudado a crear un aliado, que les ayudara
a sobrellevar los monzones para poder pasar al otro lado cuando el río se
convertía en un caudaloso torrente infranqueable.

Cruzamos, más que
recompensados por la dura caminata, y boquiabiertos admirábamos aquel cuento de
hadas: el pueblo que consistía en pequeñas casas de bambú; piedra, paja y
chapa, dispersas y perfectamente integradas en aquel entorno natural. En la
base de un cañón, que ahora se levantaba majestuoso a nuestro alrededor, como
gigantescas paredes que convertían aquel lugar en inaccesible, único y mágico.
Tras pasar al otro lado, los también oportunistas “Khasi” habían colocado una
pequeña puerta de madera, que no servía prácticamente de nada, y una mesa
plegable con refrescos y un cartel, que te exigía pagar una entrada por el
privilegio de encontrarse en aquel lugar. Rodeados de mujeres y niños que nos
observaban atentamente, pagamos a regañadientes un poco decepcionados de la
realidad de un capitalismo que no conoce ya de fronteras ni pueblos. Aislados
prácticamente del mundo habían aprendido rápido a como hacer dinero fácil. Unos
metros después, una gran concentración los habitantes del pueblo, se encontraba
rodeando dos jóvenes más modernos y con unos “walkies” colgados del cinturón.
Nos hablaron en perfecto inglés en medio del grupo que nos miraba absortos.
Preguntamos por un alojamiento y nos señalaron una casa verde que había más
abajo. Después nos enteramos que la desubicada pareja de jóvenes era parte del equipo
que acaba de rodar un documental de aquel paraíso desconocido para: “Nathional
Geographic”. Comprendí entonces que aquella maravilla de sitio no volvería a
ser nunca más como nosotros lo encontramos, demasiado mágico, pero no tan
escondido, como para permanecer inaccesible a los ojos de los que buscan la
belleza de los rincones más recónditos del planeta. Que afortunado me sentí
entonces de haberlo podido ver así, con la esencia aún de otros tiempos y sin
estar aún demasiado corrompido por los mundos de los que yo vengo.
La
segunda casa no nos convenció, el precio era el mismo, las habitaciones estaban
sin acabar, prácticamente sin paredes ni puertas, unos colchones sobre unos
somieres viejos y un dueño con demasiada palabrería que me causaba un poco de
desconfianza. Volvimos a la casa, y los dueños nos mostraron la pequeña
habitación, un poco tímidos y nerviosos. Nos tiramos sobre las camas derrotados,
y descansamos con la caída del sol.
Cuando
desperté Coline se había ido y se empezaba a notar como la oscuridad empezaba a
envolverlo todo con su velo. Salí y tampoco había nadie en la casa. Me fui a
pasear adentrándome por los estrechos caminos que entre la vegetación te
llevaban a las casas esparcidas en los alrededores formando la diminuta
aldea. Las casas, eran prácticamente un cubículo de máximo dos plantas donde
vivían varias generaciones juntas compartiendo el mismo techo y hasta la misma
habitación. Las mujeres lavaban la ropa o cocinaban a puertas abiertas,
mientras los hombres veían los viejos televisores o se sentaban fuera a
contemplar la vista que lo cubría todo.
Llegue
a una iglesia de color azul cielo en lo alto desde donde divisaba el camino y
los tejados.
Me parecía increíble hasta donde llegaban las telarañas de la
acaparadora institución, insaciable siempre por “extender la palabra de Dios”,
incluso entre las fronteras y países que tradicionalmente poseían ya una
cultura y rituales muy diferentes, más "animistas" y más en contacto con el
entorno, en completa armonía y sin la necesidad de un ser superior y
desconocido que nada tenía que ver con aquel mundo de naturaleza y comunidad. En
fin, la misma historia de siempre supongo…
Bajé más
con el sol, donde un gran grupo de niños de entre 3 y 6 años jugaban y reían de
manera que era un placer sentarse y admirar la pureza e inocencia de aquellos
seres, que aún no sabían de religiones, ni sexos, ni de bienes materiales… eran
como ya rara vez se ven a los niños, que crecen en pequeñas comunidades fuera
de la podredumbre de las ciudades y al corrupción de la “máquina”. Me senté
durante más de una hora cuando se acercaron a observarme sonrientes, jugando,
tocándome y haciendo chistes que yo no entendía, pero que parecía causarles
mucha gracia. Les hacía fotos, y todos apelotonados, se congregaban a pocos
centímetros de la cámara haciendo gestos y moviéndose exageradamente como si de
un vídeo se tratara. Me hablaban y me agarraban de las manos, mientras los
otros tocaban todos los botones de la cámara viendo sus fotos una y otra vez,
hasta que una anciana bajó y muy amable me habló de cómo sus antepasados, desde
hacía más de cien años habían construido los ingeniosos puentes, de cómo sus
hijos se habían marchado a las ciudades en busca de una vida más moderna y más
artificial…

Pensaba en todo aquello mientras me alejaba de vuelta a la casa,
viendo pasar mujeres y hombres que descendían de los bosques con los cestos de
bambú colgados de la frente, cargados de madera y hojas sobre su espalda.
No
había luz entonces, y nos iluminábamos con la luz de las velas fumando en la
pequeña terraza del jardín, mirando hacia la oscuridad y envolviéndonos con los
extraños sonidos que procedían de todas las direcciones.
Con un sentimiento
de paz y la sensación de haber descubierto un nuevo mundo, entramos y cenamos
la deliciosa comida que la familia había preparado para nosotros, y flotando en
el aire, nos deslizamos dentro de nuestras camas.
Miraba
como la diminuta llama de la vela sobre el vaso, bailaba al son del viento y se
retorcía dando una plácida calidez a la habitación, y mientras iba cayendo
dormido con el silencio de la noche, soñaba que estaba en un paraíso perdido,
rodeado de gentes ancestrales, que habían crecido como las raíces de los ficus,
que centenarios, veían pasar el tiempo, acariciados por los ríos jóvenes y
nerviosos, bajando precipitadamente de las montañas para unirse al cauce del
progreso sin mirar atrás, inconscientes de lo que allí dejaban, ni de la importancia
de sus aguas para que todo aquel conjunto perdurara puro y por siempre, más allá
de las memorias y más cerca de la tierra, para que los próximos encontraran allí
las raíces y los pozos, que antes o después, los llevaban irremediablemente a
orillas del cauce para perderse en los mares de la vida.
Antes
de caer profundamente en el sueño, sonreí. Sonrío. Y mientras escribía esto
pasamos por extensas praderas donde vimos rinocerontes asiáticos, elefantes,
gacelas, búfalos de agua, campos de arroz y mostaza. Llegamos a la segunda isla
fluvial más grande del mundo, y nos perdimos conociendo otros pueblos y otras
tribus, escribiendo en las páginas de mi memoria otras historias y otros
cuentos, que son la realidad modificada de mis días y la musa de mi imaginación.
Os recuerdo a vosotros y de todos, transformo mi mundo en palabras, y aquí, os
lo regalo.